
Uno de los síntomas claros de la decadencia de la
civilización occidental es el imparable aumento de la ingesta de cerveza. El
zumo de cebada, alfalfa y otras hierbas mal olientes fermentado en infernales
alambiques es el trago preferido a la hora de optar por bebidas espiritosas.
Como brebaje de baja estofa que es, necesita ser trasegado en grandes
cantidades para poder captar alguna de sus supuestas cualidades. Su efecto más
notorio es el apremio de sus consumidores a la hora de ir al retrete y aliviar
su vejiga. Una reunión de colegas, un partido de furbol o cualquier acto social
de medio pelo que se precie contará siempre con el suficiente suministro del
tóxico para que la gente sociabilice mientras se anega. La industria cervecera
ofrece una ingente variedad de marcas, tipos y variantes para tener amorrada a
la botella a la población. Pero el mecanismo es siempre el mismo: bebes un
líquido amarillo y al poco tiempo excretas otro líquido amarillo, sin grandes
diferencias entre ellos.
Ni que decir tiene que los que nos decantamos por el vino
jugamos en otra liga, donde prima la calidad y no la cantidad. El vino es una
bebida reflexiva, su intenso sabor abre profundidades sensoriales desconocidas
entre los que ingieren cerveza. La riqueza de los caldos es casi infinita. En oposición
a la producción industrial de la cerveza, cual si fuera gasolina, en la del
vino se combinan la variedad de la uva, el suelo y el clima para asombrar al
paladar. Alrededor de la elaboración del vino creció nuestra civilización.
Quizás los primeros poetas se tomaran una taza de vino antes de invocar a las
musas. Todavía hoy se puede admirar la fantástica literatura creada por los
catadores, que, tras dar un sorbo a un tintorro, se explayan en un artículo de
tres mil palabras explicando los mil matices que experimentaron en semejante
trance. En el caso de los catadores de cerveza, no van más allá de alguna
flatulencia.
Como otras veces, la historia viene a darnos lecciones que
bien valen para el presente. Un reciente estudio apunta que en el creciente
fértil, cuna de nuestra cultura, entre el año 3000 y el 600 antes de la era
común, se priorizó el cultivo de la viña sobre otros. Ejemplo palmario de la
importancia que ya tenía el vino, bebida milagrosa que sanaba cuerpos y almas.
Es verdad que los que vivían y bebían entre el Eufrates y el Tigris también le
daban a la cerveza, pero nunca alcanzó el prestigio del zumo de la uva. En
épocas de cambios climáticos, se destinó el escaso regadío existente a mantener
las viñas antes que los olivos u otros cultivos, lo que da idea del prestigio
cultural y social que tenía. Hoy solo lo beben cuatro esnobs y los borrachos
carpetovetónicos, arrinconado por brebajes industriales.
Pero Baco está pronto
a volver y su reinado no tendrá fin. Escanciaremos cálices en su honor mientras
divagamos sobres los misterios de la existencia, como siempre se ha hecho. Y al
que no le guste el plan que se pase a la cerveza sin alcohol.