Aunque no muy puesta en el dogma, ya sabía que había no sé qué mandamiento que ponía bastante difícil lo del sexo, por lo que no me extrañó que mi Sebas no se mostrara muy interesado en un principio. Era algo que hasta me halagaba, cansada de que los tíos te vean solo como un agujero a tapar nada más. Pero dos meses estuvimos hasta que me dio el primer beso, que ya llegaba un momento en que se nos acababan las palabras, pero ninguno pasaba a la acción, y yo menos, no fuera a asustarlo al pobrecito. Fui sonsacándole que no estaba en contra de las relaciones prematrimoniales (¡menos mal!) siempre que fueran responsables y guiadas por el amor, a lo cual no pude más que decir amén. Pero después de apuntarle de que ese bien podría ser nuestro caso, tuve que echar mano de todas mis armas de mujer para que se me acercara un poco. Cuantas más largas me daba, más me excitaba. Le sometí a un marcaje cuerpo a cuerpo, teniéndolo a menos de treinta centímetros de mis tetas o de mis caderas continuamente, echándome en su regazo, jugando con sus rizos, masajeándole la espalda. Tras arduos trabajos en los que ardía de gozo al verle tan seráfico e indefenso, empezó a poner las manos sobre mi cuerpo, primero como sin querer y luego como queriendo.
Lo consideré una victoria absoluta el día que por fin me entregó su boca, aunque descubrí un poco confundida que besaba con mucho estilo, que no era la primera, ni mucho menos, que arribaba a sus labios. Pero yo no buscaba ninguna virginidad chorra sino un hombre que me amara, y Sebas, aunque algo pacato y pasado de moda, iba por ese camino.
Tras el primer beso creí que las cosas irían rodadas, pero no. Empezamos a vernos en su casa o en la mía y nos demorábamos tardes enteras en sinfonías de besos, caricias y susurros. A veces bailábamos abrazaditos con Frank Sinatra cantando solo para nosotros, levitando mientras colgaba de su cuello. Luego, cuando el sol se iba, un té a la luz de las velas o poemas de Tagore leídos en el sofá hechos un ovillo, y otras veces le daba una paliza al backgammon oyendo a Duncan Dhu. Pero de sexo nada de nada. Toda la vida pensando que eso de los amores platónicos era un invento del Corte Inglés para vender más colonias, y ahora me doy de bruces con uno que me admira, pero nada más. Que conste que yo estaba encantada de que me tratara como una princesa, que me dijera que me amaba y que era la mujer de su vida y que no había habido ni habría otra como yo por esta parte de la galaxia, y que si patatín y que si patatán, pero llevar más de cuatro meses sin sexo al lado de un yogurcito como ése era demasiado para un cuerpo como el mío, acostumbrado a darle su ración de vicio en cuanto me lo pedía. Así que algunas noches despertaba en mi cama abrazando la almohada y ardiendo, no por el calor, y en algún sueño loco me lo follaba vivo en la sacristía de su querida parroquia, llegando a correrme toda. Es lo que tiene el amor.