El forofo balompédico ibérico es una especie que, desgraciadamente, dista mucho de estar en vías de extinción. Más bien al contrario, no solo goza de buena salud, sino que de año en año van apareciendo nuevas subespecies que enriquecen tan casposo ecosistema.
¿Qué es lo que empuja a una persona humana aparentemente normal a encaramarse a los brazos de una estatua para atarle una bufanda, bañarse en una fuente pública o amenazar de muerte a un prójimo por no haberle dado al silbo a tiempo? Esto y el origen de la materia oscura son de los grandes enigmas de la ciencia, aunque toma cuerpo la teoría de una malformación genética en el cromosoma masculino.
Sea como sea, el hincha, exaltado o mero seguidor engalanan su atuendo con los colores de su equipo, y además descargan en el móvil el himno, generalmente abominable, compuesto para despertar el ardor guerrero antes del partido y poder romper espinillas con más contundencia.
Quien no ha visto al sevillita tumbao en el andamio al que le suena el soniquete del centenario del Betis. Ese Sabina que se curró otro para el Atletico, con el príncipe haciendo los coros, y que señorea los móviles de la hinchada más carpetovetónica al sur de los Pirineos. O el aldeano venido a más que lleva el politono real con cincuenta chistus tarareando lo del Atletic de Bilbao.
Llamativo es que nadie está libre de esta nefanda costumbre. Hombres sensatos, prohombres de las letras, eminencias de la ciencia y hasta alguna mujer, cualquiera puede dejarte con un palmo de narices y salirte con una música futbolera cuando menos te lo esperas. Hay que estar en guardia, cuando suene algo así, poner nosotros el himno nacional de Nigeria o de Laos y decirle que no se entera, que ya hay nuevo himno y que qué hace con esa antigualla. Con esta gente no se puede tener compasión.
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