Nuestro hombre estaba en la esquina de la calle, observando detenidamente la gente que iba arriba y abajo. Había preparado el golpe minuciosamente. Su mirada mate se pierde acera adelante. A esta hora, en el banco había pocos clientes. Se puede hacer rápido y fácil. Cruza la calle, atento a que no aparezca la pasma. Ojea el interior, solo dos viejas haciendo cola ante la ventanilla. Perfecto. Controla su nerviosismo aferrando fuerte la pistola. En la puerta se pone la capucha. Entra y va directamente a por el cajero, que mirando la pantalla del ordenador no le ve hasta que le grita Esto es un atraco, venga, toda la pasta. El tipo, vestido con traje crema y de aire relamido, balbucea alguna palabra mientras mira sorprendido a nuestro atracador, que amartillea el arma, vuelve a gritarle, encañona a las clientas que espantadas se habían echado contra la pared. Dos oficinistas al fondo le gritan al cajero venga, dáselo todo, éste no bromea. Llena una bolsa con todo el dinero que había y se lo da al atracador, que sin darles la espalda en ningún momento, se va acercando lentamente a la puerta mientras les advierte que no llamen a la poli hasta dentro quince minutos si no quieren tener problemas. Una vez en la calle se quita la capucha y se concentra en no perder la calma. El éxito de la fuga depende de ello, actuar como un transeúnte más, no llamar la atención. Gira la esquina, mira atrás y no ve a nadie, sigue adelante, vuelve a girar varias veces, sin alterarse, como si estuviese paseando. Al cuarto de hora se convence de que no le sigue nadie. A lo lejos se oyen sirenas. Nuestro hombre sonríe para sí, empieza a silbar una vieja canción y se dirige a su casa calculando en que se va a gastar el botín.
Esta podía ser la crónica de un atraco como tantos, pero el que ocurrió en Palo Alto, California, tiene un componente que lo hace especial. Y es que el atracador era un anciano de 65 ó 70 años que iba en silla de ruedas, y a día de hoy, la policía no tiene ni pajolera idea de quién es. Gracias a la capucha, las cámaras del banco no consiguieron identificarle, y en su huida nadie le vio a pesar de que con una silla de ruedas no se puede pasar muy desapercibido ni coger grandes velocidades.
Es claramente un caso para CSI. Que estos pijo polis vayan con sus bastoncitos a tomar muestras de orina de las viejas que con el susto aflojaron la vejigas, y los resultados los crucen con las estadísticas de madres solteras en los condados circundantes, a ver si algún abuelo quiso regalar a su nieto con un buen fajo de dólares. Otra línea para nuestros fantasmas de la poli científica es el estudio del modelo de silla y cotejarlo con los encargos de ataúdes, que quizás el hombre simplemente estaba robando para pagarse el entierro. Sea como sea, la incompetencia de la pasma yanqui queda aquí bien patente, incapaces de echarle el guante a un anciano en silla de ruedas. Pero claro, era blanco, si llega a ser negro ya lo hubieran molido a palos antes de salir del banco, que para achicharrar chicanos y apalizar negros se valen solos.
1 comentario:
Sus plegarias han sido oídas.
Pase y págueme, chato.
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