Huyendo del mundanal ruido se fue Afrodísio por los caminos que se le ofrecen, buscando donde olvidar sus cuitas de amores, que crecen con los días, pues si hasta ahora solo penaba con la indiferencia de su amada, en adelante también tendrá que lidiar con los celos del maromo que la tiene sorbido el sentido, sino hechizada. No es otra la razón para que un alma tan pura y sin tacha acepte la compañía de semejante energúmeno, cuya sensibilidad va pareja a la de las lijas del doce.
Menospreciado en la corte, se fue a buscar descanso en la serenidad de la aldea, esperando que la madre naturaleza restañara las heridas de su corazón. Así, le recomendaron un palacio en las afueras de Cercedilla del Badajo, lo más parecido a la Arcadia que se puede encontrar en la meseta. La muy noble y muy rancia villa, de glorioso y lejano pasado, turbio presente e incierto porvenir, sobrevive de alquilar sus caserones semiderruidos a urbanitas ávidos de la calma y el sosiego que la vida moderna les niega.
Recibiole doña Mencia, encargada del mantenimiento de la casa solariega de los Peña Pelada, noble casa que ya luchó a las órdenes del Gran Capitán y que hoy en día sigue luchando con acreedores, hipotecas y desahucios, que el último conde ha salido algo manirroto y solo se aleja de la ruleta lo justo para ir al baño y volver.
La solterona doña Mencia, ligada a la vieja casona desde niña, se resiste a que se venga abajo, y alquila habitaciones para poder sobrevivir, abandonada por su señor hace ya tiempo. Así, todos sus huéspedes son tratados con el afecto de quien ve en ellos su salvación, procurando atender sus mínimos deseos. Viendo la melancolía pintada en el ánimo de Afrodisio pronto reparó en el mal de amores que le acongojaba, por lo que decidió esmerar sus cuidados.
Pasó la tarde nuestro divino poeta dejándose llevar por calles y cantones tapizados de musgo y humedad, con la compañía ocasional de perros sin amo y la terca lluvia que no cesaba. Entró en la iglesia de San Cristobalón, donde dicen que hizo la confirmación Gil y Gil, y el palacio del conde Nados, inventor del primer artilugio para liar cigarrillos y gloria local.
Mustio se sentó a la cabecera de la mesa mientras solícita su anfitriona contaba viejas historias de cuando Cercedilla era cuna de dioses que conquistaban imperios y las mujeres parte del botín del vencedor. Viendo que estos discursos no movían el ánimo de su pupilo de fin de semana, añadió al caldo de pollo de primero unas hierbas que crecían en el huerto y que tonificaban corazones y levantaban voluntades, entre otras cosas.
Quizás otro de constitución más robusta hubiera asimilado el sopicaldo mágico sin efectos tan extremos, quizás la estricta dieta de alcachofas y sol y sombras de Afrodísio ayudó a desequilibrar su calenturienta mente. El caso es que entrado el segundo plato, riñones al Jerez, se vio atrapado por el prodigio, que al mirar a doña Mencia, al principio creyó reconocer la voz de Marieta, y luego su linda faz en la cara de hogaza de su posadera. Primero negaba lo que le decían sus sentidos, luego dudaba, más tarde se dejó llevar por la gloria de escuchar a su amada sirviéndole la cena, ella, que nunca le había siquiera saludado al pasar, hoy tratándole como al primero de los mortales. Rápidamente empezó a desgranar sus versos más encendidos, los que compuso con motivo de verla un sábado a la noche cruzar un semáforo en la gran vía, o aquel dichoso lance en que con estudiada elegancia y lánguido desdén arrojó a la papelera una bolsa de doritos. Mientras se zampaba el bizcocho con membrillo de postre, ya cantaba la inmensidad de su amor en endecasílabos heroicos, hablada de su leve pie en redondillas, y cuando cogió su talle para contarle al oído unos pareados hechos a mayor gloria de sus pestañas, no pudo resistir la emoción y cayó allí mismo rendido a los pies de su Marieta.
Doña Mencia se alegró del cambio de humor de su huésped, pero poco a poco comprobó que su extraña mirada no era de este mundo. Le hicieron gracia los versos que le recitó, aunque ella era más de Amado Nervo, pero empezó a alarmarse al oír llamarla de Marieta. Cada vez más vehemente y cada vez más cerca, ya preocupada por las intenciones de este ciego vate, intentó recriminarle su aptitud, lo que solo le valió un soneto sobre no se sabe qué alas de ángeles. Cuando susurrando Marieta Marieta se aferró al recio perímetro de doña Mencia, la maritornes le soltó un sartenazo que lo mando momentáneamente al más allá. Balbuciendo bobadas lo botó en la cama con baldaquino algo roído y lo dejó a su suerte, que como pueden ver, no era mucha, mientras ofendida recogía los restos de la cena, que estos señoritos de ciudad siempre son igual, la ven a una todavía de buen ver y se creen que todo el monte es orégano, que a ver que se cree el tísico este, que por que le haya puesto caldo de pollo le voy a calentar la cama también, pero bueno, que ya lo decía mi madre, que más vale vestir santos que desvestir poetas.
2 comentarios:
dicen que doña Mencia se afana los tubos de dentro del papel higiénico y construye una especie de criatura en los fondos de la posada.
Sólo le falta el rayo de vida para ser la nueva Frankestein
Bien dice usted, querido amigo, que esta doña Mencia guarda en la bodega más que botellas de vino rancio, y que ciertas noches sin luna, merodea por los alrededores del camposanto…
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