Ya se sabe que los judíos han sido muy suyos de toda la vida. No es para menos, que ser el pueblo elegido es una dura carga y requiere su sacrificio, ya sea dar matarile a todos los primogénitos de Egipto o descalabrar a cuantos más palestinos mejor. En su tarea de preservar incólume el tratado que firmaron con Yaveh a la sombra del Sinaí, el último episodio es la negativa a admitir en la comunidad a una mujer sorda.
La Corte Rabínica de Israel, competente en los asuntos de conversión al judaísmo, se la ha negado a una sorda casada con un judío, pues al no poder oír la palabra de Yaveh no pueden seguir sus preceptos de forma auténtica. Según estos padres de la sinagoga, un sordo es incapaz de asimilar la esencia de la Torá.
Hasta ahora se creía que la fe era creer en lo que no se ve, pero por lo que se ve, no se pude creer en lo que no se puede oír, de ahí que los sabios rabinos hayan hecho oídos sordos a las súplicas de una persona que está viviendo y trabajando entre la comunidad judía. Quizás les haya retumbado en los tímpanos lo dicho en Levítico 21,20 que prohibía acercarse a los altares a cualquiera que tuviera una tara física, que Yaveh siempre ha sido un dios quisquilloso y poco amigo de perdonar defectos ajenos, que bastante tiene con los propios.
Como el tratado firmado en exclusiva con el dios de sus padres hace de los judíos una aristocracia religiosa, lógico vigilar que no entren gentes que bajen el nivel, aunque sea acústico. Si la mayoría de las religiones andan como locas haciendo proselitismo, estos van al revés, que se bastan con los que son. Eso sí, muy suyos.
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