Capítulo I Ventorrillo
La muy noble y muy antigua villa de Ventorrillo del Páramo, lugar en el alto llano castellano, entre Pancorbo y Despeñaperros, es un enclave habitado desde los albores de la historia. Sin duda, su posición estratégica, justo en mitad de ninguna parte, no le ha ayudado en exceso, pero la madre tierra derramó generosamente sus dones sobre ella para hacerla uno de los ombligos del orbe.
El subsuelo de la villa se halla entreverado de un intrincado sistema de cuevas naturales, que se cruzan y confunden, se hunden en las entrañas o afloran aquí o allá entre pedregales o ribazos secos. Las arterias principales, las mejor conocidas, han sido desde siempre utilizadas para defenderse de invasores y el almacenamiento de mercaderías. Las galerías angostas, las más, finos hilos que se derraman hasta lo remoto, solo son visitadas por pequeños roedores, insectos y el aire, que se cuela hasta el último resquicio. Porque el humilde aire es el protagonista primero de esta historia, pues gracias a él y por desgracia, ha forjado el temperamento del lugar.
Ventorrillo se halla a merced de todos los vientos del mundo, que lo barren desde los cuatro puntos cardinales. Desde las gélidas ráfagas siberianas al abrasador viento del desierto o la tenue brisa de la costa, el aire que se pone en movimiento en cualquier parte del globo, acaba recalando en Ventorrillo. Allí busca las entradas de las cuevas, las aberturas cegadas por zarzas y follaje, las tapiadas por la mano del hombre, y circula por los incontables recodos de las secretas galerías.
Todo viento que llega a Ventorrillo y se pierde en el laberinto subterráneo termina por amansarse, convirtiendo su movimiento en telúrico sonido surgido al acariciar las duras aristas de las rocas, frotar las rugosas paredes o reverberar en ondas simas sin fin. Todo el poder de estas fuerzas volanderas se trasmuta en enigmática música en el gran órgano natural sobre el que se asienta el pueblo.
Esta melodía hecha piedra y aire ejerce un influjo determinante sobre todas las almas del pueblo desde el momento mismo de su nacimiento. Igual que en otros lugares hacen la carta astral para saber el futuro y el carácter de los recién nacidos, en la capital del Páramo consultan el viento predominante ese día para saber de qué pie cojeará de mayor. A veces, la música secreta se hace tan presente que no solo se escucha en el silencio de la noche, sino en el trajín de la vida diaria, inclinando la voluntad colectiva en una dirección u otra. Todos los acontecimientos señeros de la historia humana, desde el auge del imperio romano, el descubrimiento de América o la invención de la minifalda, crearon perturbaciones en la atmósfera que se convirtieron en corrientes de aire que terminaron reverberando en los tubos naturales del gran órgano subterráneo. La melodía así nacida, cargada del espíritu del hecho que la produjo, se señorea de los habitantes del pueblo, que todos a una actúan en la misma dirección que el suceso por el que se hallan poseídos, aunque los resultados suelen distar bastante del hecho originario, que la aportación de la idiosincrasia local hace de las suyas.
Cuando don Pelayo frenó en seco al moro en Covadonga, los ecos llegados a Ventorrillo hicieron que pasaran a cuchillo a la pequeña guarnición que Muza había apostado en las afueras y escondieran los cuerpos bajo las pocilgas de los cerdos. Sin embargo, los grandes procesos inquisitoriales contra brujas y demás herejes en la edad media se reflejaron en la villa en un marcado gusto por lo esotérico y lo arcano que llega hasta nuestros días. La invención de la imprenta dio pie a que se formara el primer club de lectura del mundo, volcado hacia la literatura pornográfica que tantos cultivadores ha tenido y tiene en el pueblo.
Era Ventorrillo en el siglo I antes de Cristo un villorrio tiempo ha conquistado por los romanos, ciertamente sin gran oposición. Al ver a las legiones en el horizonte del Páramo, Verdejo, caudillo del pueblo, tomó la valiente decisión de iniciar una larga galopada que no cesó hasta Finisterre. El resto de aborígenes, viendo que Valdenabo, la siempre vil, villa vecina y rival ancestral por hacerse con la preeminencia en el Páramo, se resistía al invasor, decidieron tomar partido por el senado y el pueblo de Roma. Cualquier cosa con tal de no estar en el mismo bando que sus vecinos. Intentaron ganarse la benevolencia de los conquistadores con ofrendas a base de huevos de toro y cabezas de gallinas, que fueron tomadas por éstos como una muestra más de barbarie, como el dormir entre vacas y cerdos o las peleas de barrigazos los días de fiesta.
Augusto el dios regía las vidas de todos los pueblos que se bañaban en el mediterráneo, y también las de los de secano como Ventorrillo, cuando una noche de simún abrasador, viento desértico, tórrido y tormentoso, sensual e inquieto, vino al mundo tras la barra de la taberna que regentaba su madre el primer hijo ilustre de Ventorrillo, Quinto Terco. Este viento, que rara vez se deslizaba por aquellas calles, insufló en nuestro héroe una pasión desmedida por los placeres de la vida, una líbido en constante ebullición, difícil de contener y que haría de hombres y mujeres objeto de su desbocado deseo. Sus ojos tensos y vibrantes encerraban toda la profundidad y la magia de los grandes mares de arena, una mirada que desarmaba voluntades y desnudaba conciencias, dejándolas a su merced. Lleno de esa sed de absoluto de los desiertos de oriente, Terco se inclinó desde niño por las artes, ora la lira ora la pluma, como manera de apaciguar un alma abrasada por ansias sin fin y deseos sin freno.
Fue su padre uno de los primeros en gozar de la alta tecnología romana y arrear con el arado surco arriba surco abajo de sol a sol. Mientras Pinto Terco llenaba los graneros del imperio, su esposa Marcia llenaba los buches de sus legionarios, a la sazón acantonados en sus alrededores, pues la música misteriosa que a veces poseía a los del pueblo hacía conveniente una vigilancia diligente. Los hombres de la Legio XIII Burritrancae, curtidos en mil figones y victoriosos en otras tantas tabernas, velaban por los intereses de Roma apurando los cálices hasta el fondo.
Desde una de esas cavernas Marcia intentaba sacar adelante a su numerosa prole con todas las artimañas posibles. Era uso de la época beber el vino rebajado con agua, pero Marcia era más partidaria del agua con vino, que dejaba más ganancia. Alguna vez acabó de los pelos en mitad del foro o con un ánfora por sombrero por estas pequeñeces, o por la costumbre que tenían sus hijos de aligerar las bolsas de los parroquianos cuando iban muy cogorzas, pero pronto volvían las aguas a su cauce.
Era Marcia poco agraciada aunque de natural generoso, lo que la llevaba a repartir sus atenciones y su cuerpo con todo aquel dispuesto a ofrecer una pequeña aportación. Si Mesalina tiempo después fue capaz de yacer en una noche con toda la guardia pretoriana, Marcia hizo lo mismo con una centuria completa, abriendo al día siguiente el tugurio como si tal cosa.
En este ambiente tan varonil pasó sus primeros años Quinto, ayudando en las tareas del campo y en la tasca, donde aprendió el latín patibulario con el que tiempo después escribiría sus más famosos epigramas. Aunque la economía familiar no fuera muy boyante, acudió a una escuela regentada por un legionario ya retirado, donde a base de coscorrones y sopapos aprendió los rudimentos de la escritura. El continuo contacto con la soldadesca terminó de completar su formación, que la ociosidad en la que vivía la Burritrancae hizo que los legionarios menos brutos enseñaran a Quinto lo mejor de la poesía que llegaba de Roma, canciones que habían oído en los teatros, las leyendas de los grandes dioses del Olimpo, revestidos con esa dignidad y magnificencia de la que carecían los dioses locales, siempre con olor a estiércol y a humedad. Poco a poco fue llenando su mente con aquellos lugares que se le antojaban de otro mundo, Alejandría con su casi infinita biblioteca, Atenas y sus jardines donde habitaba la sabiduría, Roma, la capital del mundo y de los placeres.
Sudar la gota gorda bajo el sol del Páramo pronto se le reveló que no era para él, por lo que puso más empeño en secundar a su madre en su noble oficio. Entre odres y cálices de la taberna, tablillas de cera donde aprendió a sumar y restar, tardes en las bulliciosas calles de la próspera Ventorrillo jugando con escudos y espadas de madera y noches oyendo las historias de los legionarios, que ahítos de vino daban rienda suelta a su morriña, fueron pasando los primeros años de Quinto, aquellos en que, como las abejas, fue libando el néctar de las más hermosas flores que en el jardín de su infancia crecieron, para con él hacer la dulce miel que llenó su alma chica.
No bien cumplidos los catorce años Tíbulo, un rocoso mocetón de Padua, le puso con el culo en pompa mirando para la Tarraconense, dejando indeleble recuerdo en Quinto, que en cuestión de amores siempre prefirió ser vaina antes que espada. Sus cuatro hermanos se solían mezclar entre la clientela para aligerarla de cualquier objeto que consideraran prescindible, mientras Quinto deslizaba sus manos bajo túnicas y armaduras, escuchaba antiguas historias de la guerra de la Galia mientras los veteranos jugaban a los dados, y acababa las noches entre los brazos de Tíbulo, que le prometía llevarlo a su tierra cuando se licenciara. Saciados de amor y vino les encontraba el alba la mayor parte de los días, en su pequeño nido de amor hecho en la trastienda de la taberna, Quinto con el cuerpo pegado a su legionario y su mente vagando por esos mundos lejanos y misteriosos, promesas de lujo y sofisticación, días de placeres, noches de lujuria.
El año nueve antes de nuestra era, fue enviado Varo como legado imperial a Germania con el objetivo de acabar de someter la región recién conquistada para Roma. Pero los germanos tenían otra opinión sobre el asunto, y en el bosque de Teotoburgo emboscaron y dieron matarile a tres legiones con su general al frente. En la vorágine de la carnicería se formó un ramalazo de viento huracanado que dejó las selvas germánicas para acabar reverberando bajo las grutas de Ventorrillo, poseyendo a sus hasta ese momento pacíficos habitantes, que se vieron impelidos a zafarse del yugo romano.
Amaneció el día como tantos, y cuando el sol estaba en lo alto, todas las tabernas del pueblo estaban llenas con los legionarios ociosos dispuestos a trajinar el vino del lugar, de bronco paladar. Pero esta vez el vino iba mezclado con bilis de salamandra y leche avinagrada de burra, cuyo efecto laxante es tal que hace imposible que le pare en el cuerpo nada al desgraciado que lo ingiera. Pronto las letrinas se vieron desbordadas de legionarios tan sueltos de vientre que muchos murieron con el culo pegado a ellas. Emponzoñaron también los aljibes que surtían los cuarteles de la legión, con lo que al cabo de una semana no quedaban en pie más de medio centenar de soldados de olor apestoso que fueron rematados sin problemas a golpes de azada. Con esta estratagema, Ventorrillo se adelantó en siglos a lo que sería conocida como guerra química.
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