A estas alturas de la historia ya nadie duda de que seamos una potencia. En economía, miles de albañiles han sido capaces de enladrillar todo el litoral de costa a costa sin que apenas les tiemble la paleta o la plomada. En deporte, los putos amos en marear la bolita o darle al pedal. Pero si alguno tenía dudas de que culturalmente también tenemos mucho que decir en el concierto de las naciones, aquí llega la prueba que les coserá la boca a esos descreídos. La siempre ordenada y pulcra Suiza ha importado nuestra costumbre del botellón, magno colofón de la creatividad de la juventud celtibérica. Los nemorosos parques helvéticos, los alpinos remansos solo estremecidos por algún vagaroso trino, al grito de viva la pota y el orín se van a ver llenos a partir de ahora de botellas tiradas, vasos rotos, bolsas de plástico colgando entre pino y pino, babas y sudores, conversaciones de besugos a volumen brutal al ritmo de El Canto del Loco y demás fenómenos inherentes a esta modalidad de disfrute del tiempo libre.
Se imaginarán que las autoridades no dan crédito a lo que pasa, que desde lo de Guillermo Tell no habían tenido que pasar tan mal trago en una sociedad, por otro lado, de encefalograma plano. Aún así, han decidido negociar con el enemigo y permitir que se celebre un botellón en Ginebra (es que con este nombre es ir provocando). Han acordado con el representante de los jóvenes, de nombre tan suizo como Javier Martínez, medidas higiénicas y sanitarias para que la cosa no llegue al pandemonio en que suelen terminar aquí estos actos lúdico-borrachuzos.
Decía Orson Welles que en cinco siglos de paz y bienestar Suiza solo había dado al mundo el reloj de cuco, pero con el botellón seguro que despiertan de su sueño secular y se convierten en la vanguardia estética del viejo continente a golpe de litronas de cerveza y kalimotxo. Por si necesitaran algún revulsivo extra para revitalizar su adormecida sociedad podían celebrar encierros por las calles de Lausana o que Berna se hermanara con Manganeses de la Polvorosa para que ellos también pudieran tirar una cabra desde el campanario de la catedral, que turísticamente es muy lucido. Por ahora rogamos encarecidamente a la embajada española en Suiza para que en el próximo festival etílico mandase a alguien como Joaquín Cortés, tinturero bailarín en la vanguardia del arte cañí, a que amenice la francachela, o que el Instituto Cervantes prepare una lectura de Las Moradas de Santa Teresa mientras la peña se pone ídem, pero de otras sustancias, y que al alimón le den gustito al cuerpo y al alma.
El problema es que con todas estas medidas igual desaparecía la imagen de Suiza como país serio y respetable que tanto gusta a todos los ladrones, tiranos, especuladores, traficantes y criminales que tienen cuenta abierta en uno de sus circunspectos bancos. Pero esto no, es el botellón, pecado católico en la calvinista Ginebra lo que les trae de cabeza.
4 comentarios:
Ahí está la explicación del bajón de Federer esta temporada.
Normal, tanto empinar el codo al final pasa factura, y más en un tenista
Suiza necesitaba un revulsivo de esa magnitud: su célebres navajas estaban prácticamente en desuso. Ahora pueden hacer gala del orgullo patrio cuando descorchan la botella, se alegran el alma o defienden el honor.
Se comenta que van a meter una de esas navajas en el acelerador de partículas que acaban de estrenar, que para desentrañar los misterios de la materia no hay nada como un buen sacacorchos
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