
Hemos visto estos días a Spiderman en todos los medios gracias al colegeo que se pega con Obama, último icono recién salido de los USA junto a otro que ya lleva más de cuarenta años rebotando de viñeta en viñeta. El sentido arácnido de Peter Parker le sirve para arrimarse a la actualidad y no descolgarse, como cuando estuvo haciendo pucheros tras el 11 S. No deja de sorprender una carrera tan larga en un superhéroe tan rampante y ramplón, aunque quizás sea lo patético del personaje lo que le mantiene en el vértice de la industria comiquera, ya que al final la peña, mayoritariamente adolescente, se identifica con las cuitas de un pringado ninguneado en clase, transparente para las tías, puteado en el curro y cuya actividad de paladín enmascarado por lo general levanta olas de indiferencia.
Entre las muchas formas de pillar superpoderes, Spiderman lo hace de la manera más chorra posible, pues mejor que le hubieran tocado en un bollycao que con un picotazo de araña radioactiva, que hasta a un boy scout con sobredosis de tarta de arándanos le chirría. Pero gracias al pico se convierte en trepamuros al servicio de la ley, siempre vigilando en una cornisa del piso 69, husmeando sobre un mástil de la banderita de las barras y estrellas, haciendo la vida más puta al gremio de malosos que no se han enterado que en la tierra de la libertad no solo hay silla eléctrica y cámara de gas sino pasmarotes en los tejados esperando caer sobre el honrado apandador.
Porque si un superhéroe se mide por los enemigos con los que se tiene que batir el cobre, Spidey cuenta con una cuadrilla de subnormales de cuidado a la hora de defender el imperio del mal. En cabeza, destacado, el Buitre, un jubileta que se aburre en el asilo y como un Ícaro con dentadura postiza se apaña unas cutres alas con las que pone en jaque a nuestro héroe. Octopus, mad doctor con unos gadgets que parecen sacados de alguna ganga de ebay. Rhino, una locomotora con el cerebro de un abrelatas, o Duende Verde con su patinete turbo y su toque de tragedia griega de serie Z. Menos mal que el Simbionte y Doctor Muerte dan un poco de fuste al equipo de los hiper mega perpetradores, que por lo general dan más pena que miedo.
Por mucho que se empeñen en Marvel en que Spiderman vea mundo, fuera de Nueva York está más incomodo que un elefante en un salón de té. Ahí radica parte de su fuerza: tiene el mejor traje de superhéroe que imaginar se pueda (en el sector masculino) y sus piruetas entre las calles y rascacielos tienen un incontestable poderío gráfico. Dibujar elipsis imposibles agarrado de su red, saltar al vacio como quien se baja de la acera, reptar cuesta arriba, brincar de coche en coche, rebotar en un escaparate, girar sobre el mástil de otra banderita de las barras y estrellas para acabar sentado en el alfeizar de una ventana de la Quinta Avenida mientras le vacila a algún mafioso de segunda que estaba robando un cargamento de abrigos de piel de camello. Aliento épico poco desde luego, mucha pirueta cirquense y puñados de chistes malos a cargo del graciosillo de Spiderman, pero si dejas el cerebro en stand by puedes echarte unas risas mientras esperas el autobús o haces tiempo en el retrete. La profundidad sicológica de estos personajes es algo menor que la de las morcillas de Burgos, pero aquí se trata de batallitas entre rascacielos y bobadas del protagonista; si eso quieres no te va a defraudar, y si la lectura la acompañas con el tema que hicieron los Ramones para la serie televisiva, se puede convertir en una experiencia religiosa.