Nunca imaginé que aquella tarde primaveral fuera a suponer semejante
cambio en mi vida y en el destino del mundo. Allí estaba él a la salida de
clase entre la chiquillería que iba disparada a jugar a la pelota en el parque.
Desde el primer momento presentí que venía por mí. Vestido con traje oscuro,
corbata amarilla y un balón dorado en la solapa, se presentó como Edgardo
Valdegodos, presidente del Esqueje F.C.
Era más bien bajito pero fuerte, barba prieta y medio calvo, con todo el pelo que le quedaba peinado para el mismo lado para disimular, lo
que le daba una extraña forma de casco. Era lento de palabra, como si al
decirlas esperara a que calaran en su interlocutor, y al responder siempre
dejaba pasar unos segundos, con lo que llevaba el tempo de la conversación, que
manejaba a su antojo. Gastaba un traje que había estado de moda hace diez años
pero pulcro y atildado. El ceño siempre alerta, los ojos oscuros siempre fijos,
su total falta de sentido del humor, junto con su morosidad en el habla y en los
gestos, le daban un aplomo del que se
sabía muy consciente.
Dijo que estaba al tanto de mi condición de profesor de
educación física y de mi carnet de entrenador de fútbol, y que una importante
compañía de inversiones que él representaba había adquirido la totalidad de las
acciones del equipo local y estaba muy interesado en mis servicios. Yo le
agradecí el interés, pero le recordé que no tenía aún ninguna experiencia, a lo
que respondió nosotros tenemos toda la experiencia necesaria, usted limítese a
entrenar a los jugadores. Me dio su tarjeta y tiempo para pensármelo, se marchó
sin más ceremonia y me dejó con la mosca detrás de la oreja.
Por lo poco que había oído, el Esqueje era un equipucho del
tres al cuarto que no se sabía muy bien por qué ese año había ascendido a
tercera división, pero eso no era razón para que ningún grupo inversor que no
estuviera como una chota tirara su capital de esta manera, a no ser que fueran mafiosos
con ganas de blanquear sus dineros. Por otro lado, mi destino en este remoto
pueblo del páramo castellano tenía pocos alicientes, y entre bregar con los
ceporros de los alumnos por la mañana y jugar al póquer on line por la tarde
tenía tiempo más que de sobra. Lejos de los pocos amigos que tenía, con mi chica
que ya ni me cogía el teléfono, estaba en una de esas encrucijadas de la vida
en la que podía tirar para cualquier lado. En fin, que nada se perdía en probar
suerte.
Tres días después me presenté en las instalaciones del club,
un campo con una caseta donde se centralizaban el vestuario, las oficinas y la
sede social. Tras llamar, me abrió la puerta un individuo alto y silencioso
seguido de la calva tapada de Edgardo, que me dio la bienvenida como dando por
descontado que no iba a rechazar su oferta. Rápidamente me enseñó las
espartanas instalaciones seguidos por la sombra de su acompañante, que, a pesar
de su aire ausente me observaba como si estuviera calibrando mi alma. El presi
empezó:
-Este es un proyecto muy ambicioso con el que esperamos
llegar a lo más alto y dejar una huella imborrable en los anales futbolísticos. Queremos
demostrar que el trabajo y la dedicación, unidos a la fe, harán posible que un
equipo humilde como el nuestro consiga todo lo que se proponga.
Me sorprendió su alusión a la fe. Comparó su proyecto con la
conquista de América o la llegada a la luna, por lo que empecé a preocuparme
por su equilibrio mental, sobre todo por su mirada alucinada que ya parecía ver
lo que decía, pero rápidamente bajó de las alturas para ponerme al día de los jugadores,
calendario, honorarios y demás, por lo que supuse que su ida de olla fue una
forma rara de motivarme.
El día de mi primer entrenamiento oficial Edgardo me presentó
uno por uno a todos los jugadores y empleados del club. El tipo alto y seco se
llamaba Jaime del Talón, no sabría decir si era su secretario, su
guardaespaldas o su edecán, pero pertenecía a la junta directiva y fiscalizaba
hasta el último movimiento de la más triste brizna de hierba del campo.
Raramente hablaba, y cuando lo hacía emitía una extraña voz de pito que erizaba
la piel. Los jugadores le tenían mucho respeto, él apenas confraternizaba con
ellos y se limitaba a ver los entrenamientos desde el banquillo. Zacarías
Zaramillo era el otro representante de la junta directiva, vestido como sus
colegas con esos trajes pasados de moda y balón dorado en la solapa, menos
estirado que ellos, pero siempre en un
segundo plano. Mi ayudante se llamaba Tino, alias el Seisdedos por tener
media docena de apéndices en una mano y, aparte de echarme esa mano, mantenía
las instalaciones, era masajista y lo que se terciara para la buena marcha del equipo
de sus amores. No estaba del todo conforme con la nueva junta directiva, todos
de negro parece una convención de pompas
fúnebres y con la pelotita de los huevos en la solapa, algo huele a
chamusquina, Javier, que nadie compra un equipo de chichinabo por sport. Y toda
la gente rara que viene por aquí, siempre cuchicheando entre ellos, a saber la
que estarán liando.
Pensaba que el equipo sería un bloque compacto: una cuadrilla
de desertores del ladrillo que a duras penas distinguirían un balón de un
melón, que es lo que suele llenar los campos de tercera para abajo. Pero me
equivocaba, y mucho. Me encontré con un grupo de jóvenes que vivían para el
futbol. A pesar de que las lentejas las ganaban en otros trabajos, todo el
tiempo libre que tenían lo dedicaban al deporte rey. Cuando no entrenaban con
el balón estaban en el gimnasio, corrían, estudiaban táctica, veían partidos.
Era una obsesión que entonces no llegaba a entender, sobre todo porque iba
unida a una lealtad ciega hacia el presi. Cualquier pequeña sugerencia levemente
insinuada con un suave arqueo de ceja era obedecida sin rechistar. Cada vez que
llegaba se arremolinaban a su alrededor hasta que les permitía seguir con lo
que tuvieran entre manos. A veces se me pasaba por la cabeza que hubieran sido
capaces de tirarse de un puente si se lo hubieran pedido, tal era su poder
sobre los jugadores, gente por lo normal de liviana inteligencia y fácilmente
manejables, pero, aún con el carisma que yo le reconocía al presi, era difícil
de creer tanto seguidismo.
En el vestuario, la voz cantante la llevaba un cuarteto
formado por Chache, Cheche, Choche y Chochete, que más parecían un combo de
chachachá. Chache era el portero, con cara de caballo y cuello de toro, ágil a
pesar de su cuerpo de armario ropero. Cheche, en el centro de la defensa,
repartía estopa con un estilo propio de cualquier rompetibias argentino. Choche
dirigía el equipo desde el centro del campo, era el que más luces tenía y su
opinión solía pesar entre el resto del grupo. Chochete, Jose para su familia,
noventa kilos lanzados a la velocidad del sonido en medio del área rival,
imposible de parar ni por lo civil ni por lo criminal. Sobre estos cuatro
pilares pivotaba el resto de jugadores, que tampoco escatimaban entrega y
dedicación. Seisdedos decía que hasta la llegada de la nueva junta eran una
banda de haraganes, pero el presi les ha comido el coco y últimamente solo
viven para entrenar. Hay que ver, antes no salían del bar más que para ir al
puti y ahora entrena que te entrena. Que aquí hay algo que huele mal, que te lo
digo yo. Respondía que no era raro que a los chicos les gustara el fútbol, pero
desistía, que Tino era tan duro de mollera como de oreja. Lo que era verdad es
la progresión que se había producido, que de estar en el pelotón de cola de su
división habían pasado a quedar primeros bien sobrados y con los mismos
jugadores que el año pasado. Solo el entrenador había presentado su dimisión,
no sé lo que vio, pero de un día pa otro tomó las de Villadiego sin mediar
palabra, qué ya te digo yo que aquí se cuece algo gordo.
2 comentarios:
Pues sí, la verdad es que semejante progresión, teniendo en cuenta el personal circundante, es un poco rara. ¿No estarán utilizando a los jugadores como conejillos de Indias para probar un nuevo tipo de droga?
Bueno, usemos alguna palabra más suave: ¿algún tipo de estimulante susceptible de ser comercializado en gran escala?
Ya nos contará, porque me he quedado en ascuas.
@ Rick
Cuando se cree ciegamente en lo que se hace no hacefalta ningún tipo de estimulante. Eso es propio de medio fondistas y ciclistas, seres impíos donde los haya
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