Pero algo inesperado ocurría. Cuando otras veces se había
utilizado el Sacro Silbo para domeñar voluntades, las víctimas habían quedado
abotargadas, esperando recibir órdenes de sus nuevos amos. En cambio, ahora,
toda la gente del estadio estaba inquieta, no paraban de ir de un lado a otro.
Supuso Edgardo que, al reproducir el sonido taumatúrgico por medios
electrónicos, variaría algo el efecto producido. Aún así, al quitarse los
tapones y ver al presidente de la república italiana riñendo con el presidente
del gobierno español por una bola de papel caída entre las butacas le extrañó
un poco. Enseguida observó que la gente había invadido el campo, no para
felicitar a los jugadores, sino para quitarles el balón y jugar ellos. Se montó
un gigantesco partido entre cientos de aficionados persiguiendo la pelota del
partido y otras que encontraron en las
inmediaciones, además de las que se improvisaron con bolsas de plástico,
periódicos, ropa liada, o cualquier cosa
que pudiera ser utilizada como pelota: zapatos, móviles, bolsos, sombreros o
bocadillos. Todos querían jugar al fútbol, fuera en el campo o en la más alta
grada, y el que tuviera entre sus pies algo que valiera de balón tenía
rápidamente un adversario presto a disputárselo a cara de perro. Se inició un
caótico partido de todos contra todos como en los patios de colegio. Volaban
patadas y balonazos a diestro y siniestro. Entradas por detrás, plantillazos,
obstrucciones, zancadillas cuando no palo y tente tieso, todo valía en la nueva
era recién inaugurada. Edgardo consiguió salir a duras penas del palco donde el
premier inglés acababa de romperle la tibia al presidente de la comisión
europea e ir en busca de Matías y Zacarías, que también miraban perplejos la
batalla campal en que había acabado su plan. Para Zacarías estaba claro que la
reproducción electrónica del silbido había alterado la sustancia del divino
mensaje, de tal manera que lo que tenía que ser sumisión y entrega a los
designios del Priorato era una histeria imposible de controlar. La masa
enloquecida no atendía los llamamientos de los miembros de PRIBADO, solo
pensaba en jugar al fútbol con ansia asesina. Matías había visto a mucha gente
caída en la refriega, y los jugadores habían desaparecido entre las hordas que
invadieron el terreno de juego. Las fuerzas de seguridad eran las peores, que
hacían uso de su material para jugar con ventaja, oyéndose primero tiros
aislados y luego ráfagas de metralleta. Todos corrían tras todo lo que
pareciese un balón y arreaban leña sin compasión a todo el que osase
disputárselo.
El triunvirato del Priorato, los únicos cuerdos en ese
pandemónium, intentaron salir del campo, pero cuando estaban a punto de
lograrlo una horda de gente procedente de la calle les pasó por encima
dejándolos maltrechos. Una vez fuera comprobaron horrorizados que hombres y
mujeres de toda laya jugaban a lo loco por las calles, dándole patadas a las
papeleras, farolas, semáforos, portales, escaparates y todo lo que se ponía a
tiro. A la puerta de una trattoria un viejo con sotana mareaba a una moza bien
rolliza con un libro de Césare Pavese hasta que un hombre con la camiseta del Injerto
le arreó una patada en la entrepierna y huyó con el supuesto esférico; un crío
mordía a otro para robarle la bolsa de patatas fritas con la que pretendía
hacerle un caño y en mitad de la avenida una dama con traje de noche no tenía
reparos en arrearle los paraguazos que hicieran falta a un camionero para que
dejara una lata de aceite a tiro de sus zapatos de tacón.
Todos los que habían oído el fatídico silbido solo vivían
para jugar al fútbol de forma desenfrenada. Millones de personas en todo el
mundo daban patadas a diestro y siniestro ante el pánico de los demás. Edgardo
y sus secuaces intentaban salir del caos pero no hacían más que recibir por todas
partes. “No es esto, no es esto” repetía machaconamente Edgardo, todo su pelo
cayéndole sobre la cara, recibiendo codazos y coces sin sentirlas, los ojos
fuera de las órbitas. En una de las acometidas de la chalada hinchada Matías
cayó al suelo, con tan mala suerte que un fornido hooligan tomó su cabeza por
un balón reglamentario y le arreó una patada digna de falta directa desde el
borde del área. Totalmente fuera de juego, Matías siguió recibiendo cuan largo
era patadas de los posesos que la tomaban con todo lo que fuera susceptible de
rodar. Un centro chut que le arrancó parte de la chaqueta hizo volar por los
aires el estuche en el que reposaba el Silbo Sagrado. Cuando éste caía, una
vieja con la cara ensangrentada lo remató de cabeza, y al llegar al suelo seis
orates saltaron a la vez a por él, presionándose unos a otros base de patadas
en la boca. En medio de esa melé se perdió el rastro del Sagrado Silbo, aunque
una tradición no oficial del Priorato dice que acabó en una alcantarilla, desde
donde las aguas acabaron depositándolo en el seno de la Cloaca Máxima.
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