Aquí tienen en primicia el primer capítulo del Timón del Sur
Una gran explosión rompió el
silencio de la noche. Maider abrió los ojos en la oscuridad y enseguida se dio
cuenta de que no estaba en la casa de sus abuelos, sino acostada sobre una
especie de hamaca en una sala grande de techumbre baja donde flotaba un extraño
olor a humedad. Se oía mucha gente, todo
eran gritos de sorpresa, ruidos de disparos y explosiones. Intentó bajarse de
la cama, pero como era un petate atado entre dos vigas, se giró y cayó de
bruces al suelo. Justo entonces le pasaron por encima, pisándola sin compasión,
varias mujeres que gritaban histéricas: ¡piratas, piratas! De todas partes
llegaba un rumor de sables batiendo, estrépito de pistolas escupiendo plomo,
hachas cercenando miembros, garfios clavándose y olor a pólvora. Un ruido ensordecedor
se llevó por los aires una de las paredes de madera. Todo se llenó de confusión
y dolor, de humo y astillas. Desde el suelo Maider pudo ver cómo la violencia
de la deflagración había barrido de la habitación a varias personas. El resto, en su mayor parte mujeres y algún
niño, se apretujaban al otro extremo de la sala, lo más lejos posible del
enorme boquete que había abierto el cañonazo.
¿Qué diablos sucedía? ¿Dónde se encontraba? Maider estaba
asustada y no sabía qué hacer. ¿Era aquello un sueño y no se había despertado?
¿Era una broma? En medio del tumulto que venía del exterior se elevaba, por
encima de las demás, una voz de trueno.
– ¡Quemadlo todo! ¡Asoladlo todo! ¡Que no quede nada en pie!
Entre hamacas vacías y revueltas llegó gateando a una esquina
de la habitación. El piso se balanceaba y seguía el griterío. Las mujeres, sorprendidas en su sueño, llevaban
extraños camisones, largas faldas, corpiños y otras prendas que Maider sólo
había visto en las películas de época. Hicieron piña frente a la puerta que
desde fuera querían tirar abajo.
– ¡Destruidlo todo! ¡Derribadlo todo! ¡Que no quede nadie! – Volvió a oírse aquel
vozarrón que restallaba en los oídos como un látigo. Las mujeres atrancaron la puerta
apuntalándola con una viga de madera, mientras llovían golpes secos y
terribles. Tras varias acometidas el metal de un hacha atravesó la puerta.
Maider, desde su rincón, veía pasmada la escena como si se tratara de una
alucinación.
Entre crujidos e infernales
juramentos la puerta cedió e irrumpieron en la habitación siete tipos mal
encarados, mal vestidos y con peores intenciones. Iban armados de sables y pistolas de mecha.
Entraron repartiendo mandobles a diestro y siniestro, sedientos de sangre, pero
después de comprobar que sólo había mujeres en la estancia, y que éstas no
estaban por la labor de hacerles frente, se calmaron un poco. Dejaron a dos de
los más patibularios de vigilancia en la puerta y el resto se fue por donde
había venido. De pronto, de no se sabe dónde, un hombre de casaca y pantalón
rojo, medias blancas y peluca torcida se abalanzó sobre uno de los piratas que
custodiaba la puerta, el cual no tuvo mucho problema en contener la embestida
con su sable. Los aceros se cruzaron
broncos y embarullados hasta que brilló un puñal que se clavó a traición entre
las costillas del soldado, que rodó por el suelo entre las risas y maldiciones
de sus verdugos. El pobre hombre fue a parar cerca de donde Maider contemplaba
atónita la escena, repitiendo como un mantra la frase “esto no es verdad, esto
no es verdad”. Ahora miraba de frente a los ojos en blanco de aquel soldado, y
veía como de su costado manaba un pequeño arrollo de sangre, que lentamente se
acercaba llevándose el último aliento de aquel desgraciado. A un calvo que
bajaba por la escalerilla de madera, huyendo de la cubierta superior le dieron
matarile sin compasión. Las prisioneras
se apretujaban contra las paredes conscientes de su vulnerabilidad. Gemían
implorando piedad y el apoyo de varios santos.
– ¡Callad ya, cotorras, si no queréis acabar como estos, más
tiesos que el palo de mesana! –rugió un pirata mientras limpiaba la sangre de
su puñal– ¡Callad de una maldita vez!
– ¿Pero qué va a ser de nosotras? ¿Qué vais a hacernos? –preguntó
entre lágrimas una ancianita con moño chato y dos feas verrugas en el moflete.
– ¡No tenéis de qué preocuparos! – rio el verdugo– ahora sois
prisioneras del más grande pirata de las islas orientales, el despiadado
capitán Máximo Múltiplo.
Gritos, sollozos y súplicas resonaron en aquel dormitorio del
entrepuente al oír el nombre funesto. Habían caído en las sucias garras del más
bárbaro pirata de los once mares. Una mujer arrebujó a su niña entre las
piernas y le mordisqueó la oreja con una sonrisa para intentar calmarla. A su
lado, otra lloraba su suerte en silencio.
En todas partes, de las bodegas a la cubierta, los
tripulantes ofrecían resistencia a los piratas, pero su desorganizada lucha
estaba condenada al fracaso. Los bandidos del mar habían actuado al amparo de
la noche para asaltar el paquebote de manera sorpresiva, no había salvación
posible para la tripulación. Maider seguía escondida, olvidada de todos,
aturdida y hecha un ovillo en un rincón, en medio de toda esa locura.
Poco a poco las cautivas del dormitorio del entrepuente
fueron calmándose y resignándose a su suerte. Comenzaron a cruzarse
conversaciones sigilosas en las que se establecían alianzas para poder
sobrellevar la nueva situación. Nadie pensaba al embarcar en el imponente
Albatros caer en las manos del sanguinario Múltiplo y acabar vendidas como esclavas.
El combate había llegado a su fin. La voz correosa rugía
órdenes a sus secuaces para que empezaran a cargar el botín en su nave
abarloada a estribor. A punta de sable y a culatazos fueron sacadas a cubierta
las desvalidas pasajeras, mientras que los heridos eran tirados por la borda
para festín de los tiburones. Las voces de los pobres desgraciados pidiendo
piedad llegaban nítidas hasta Maider, totalmente superada por los
acontecimientos. Quería creer que estaba en la butaca de un cine, y que de un
momento a otro acabaría la película y se encenderían las luces. Pero el reguero
de sangre del soldado de la casaca roja le decía que aquello era demasiado
real. Se había salvado de la zarpa de los piratas, pero bajo la mugrienta capa
que la ocultaba estaba atenazada por el pánico.
Armados hasta los dientes,
las ropas hechas jirones y salpicados de sangre, los piratas reunieron a los
prisioneros sobre cubierta. Allí empezaron a cachearles, quitándoles cualquier
cosa de valor, después los sometieron a la custodia de los cuatro chacales de
la guardia pretoriana del capitán, que sembraban el terror hasta entre los
propios piratas.
Un bandido con joroba y una musgosa pata de
palo dio un último repaso a la sala mirando entre los petates revueltos,
buscando sin duda algún objeto perdido que rapiñar. Maider mantuvo la
respiración mientras su corazón latía con fuerza. El lobo de mar encontró un
broche de oro envuelto en un hatillo, y siguió revolviéndolo todo, resoplando
como un jabalí. De dos sablazos rompió
un pequeño cofre del que, para su contrariedad, sólo salieron papeles. De otro
petate se llevó un brazalete de mala muerte.
– ¡Qué banda de miserables,
atajo de pobretones! –murmuraba el cojo cabreado. Con la punta del sable
levantó un poco la capa tras la que estaba Maider, que ni pestañeó y se
acurrucó más si cabe. La penumbra del lugar la protegió, y el pirata dejó caer
la punta de la capa sin haberla visto. Ante la mirada aterrada de Maider, se
coló por un hueco de la revuelta tela un espeso hilillo de sangre que mojó con
repugnante tibieza su rodilla. El pirata continuó removiendo a sablazos los
trapos que llenaban el suelo hasta que dio con una bolsa de cuero. Rio entre
dientes sopesándola en una mano. Mientras calculaba cuántos doblones podía
contener la bolsa, fue retrocediendo poco a poco en dirección a la esquina
donde la pobre Maider pensaba que ya había pasado el peligro. Pero en su
retroceso, el cojo fue a poner su pata de palo sobre el tobillo de la chica,
que al principio aguantó el dolor, pero después no pudo reprimir un grito.
El hombre se dio la vuelta asustado y de un manotazo levantó
la capa encontrándose a Maider hecha una pelota y frotándose el tobillo
dolorido.
– ¡Querías esconderte! ¿quién
eres tú, renacuajo? -preguntó el jorobado mientras acercaba la punta del sable
a la altura de su nariz.
– ¡Yo sólo quiero irme con mis abuelos, váyase y déjeme en
paz! –gruñó Maider hipnotizada por la espada que la amenazaba.
– ¡Con tus abuelos! Claro, claro– rio el pirata de buena gana.
– ¡Aquí estamos para cumplir tus deseos, renacuaja! – y añadió entre dientes: –
Vas a tener suerte. Pronto te vas a reunir con ellos, ¡en el caso de que estén
con los tiburones! –mientras maldecía la agarró por el pelo y la puso de pie.
Se acercó para verla mejor, y a la recién capturada le golpeó una peste a
cebolla podrida y regurgitada en la negra boca del pirata. Maider pensó que ni en la más horrible de sus
pesadillas podría haber imaginado semejante tufo.
8 comentarios:
Texto magnífico como una vieja historia de piratas a lo Stevenson. Esperemos que todo sea un sueño o algo relacionado con la realidad virtual por si acaso.
Saludos
Tanta mujer y ninguna Pirtilla?
Temible caida en una dimensión inesperada, o eso piensa la protagonista. Este salto de dimensiones no lo trabaja Reverte, por ejemplo. Y como siempre, algún retazo de humor aquí y allá: ese Máximo Múltiplo, que por otra parte suena a emperador romano...
A Doctor Krapp:
muchas gracias por el piropo. Todo es más que un sueño, por desagracia para Maider y para suerte de los lectores.
A Máxima Múltiple:
Los hombres desfilan tras las mujeres, para variar.
A Rick:
Desde luego, a Máximo le quitamos el parche y le ponemos una toga y te quema Roma en un periquete.
Un sueño lleno de realidad que Maider sufre incluso exhalando ese tufo a cebolla podrida del malvado pirata...
Mira que me gusta la bandera pirata, una tentación irresistible para mi la de poner una bandera pirata en mi balcón ante tanto balcón abanderado. Pero me enteré de que los piratas de hoy han formado partido político... así que la bandera se queda a buen recaudo de momento.
@ U-Topia:
bueno, los piratas de la literatura poco tienen que ver con los de la realidad, que para nada me interesan.
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