─No he de
callar, por más que con el dedo silencio avises o amenaces miedo, cagarruta
marrullera, que lo que aquí cuenta este cativo es moco de pavo al lado del
agravio por mi sufrido, que se me abren las carnes de verme con semejante
baldón para toda la vida ─estalló el otro querellante, tras malamente
aguantarse callado mientras Pedro Viejo contaba su perra vida. ─A mí no me
asustan tus juramentos, cazurra carapús, y si este caballero tiene lo que hay
que tener, os enterrará vivas para que purguéis vuestras muchas maldades.
─Al menos nos
enterrarán como a buenas cristianas, no como tú, que no hay ataúd en el que
coja tu cornamenta, cabrón desorejado, Santa Enema te mate a retortijones
─gritó Fuenseca mientras con los dedos marcaba el nefando signo de los maridos
burlados. Verlo el otro y lanzarse a darle puñadas a la vieja todo fue uno,
menos mal que Flequillo Flojo estuvo al quite y le puso en los morros a
Flameada, dejándolo como un flan.
—No toleraré
que se vitupere de balde a ninguna de estas damas, así que diga en qué le
agraviaron y ya se verá de quién es la razón —le exigió Flequillo.
—No hablamos
de agravios sino de mi honra, por estas trotaconventos pisoteada —díjole
ofuscado el villano, un ojo puesto en Flameada y el otro en Fuenseca.
—Mucho hablas
de honra cuando lo que te interesaba era la dote de Marica, comezurullos, San Falopio
nos libre de energúmenos como tú, que lo único que hacen es ocupar sitio en
este mundo estando el infierno medio vacío —atacó la vieja.
—Yo quería
casamiento honroso y acabé siendo el hazmerreír de todo Peralejos.
—Pues si
contara su caso quizás riéramos todos —terció Bernal.
—Ya me
gustaría verle en un mal paso como el mío, señor bromista —le dijo al escudero.
Luego se volvió hacia Tirso para narrarle sus desventuras, pero de vez en
cuando amagaba con subirse al carro a repartir estopa. —Yo soy Pablo Pando,
honrado labrador que nunca a una moza miré, que solo labrar la tierra era mi
ejercicio. Como soy laborioso, en mi casa siempre han entrado más reales de los
que han salido, por lo que tengo un mediano pasar, y muy contento me veía. Pero
un día en mi casa se presentó Manrique, el padre de Marica, para proponerme
matrimonio con la hija de sus ojos. El muy taimado me embaucó diciendo que
Marica no hacía más que suspirar por mí, que me veía buen mozo, y que con las
tierras que me diera en dote muchos reales entrarían en mi casa.
—¿Y aparte de
los reales, qué opinión os merecía Marica? —preguntó Tirso.
—Pues que era
garrida y era la hija de Manrique, cosa que a mí me bastaba.
—Pues la moza
sigue igual de garrida y sigue siendo la hija de su padre, cernícalo, ¿dónde
está el problema? —le gritó la vieja.
—El problema
es que yo daba por sentado que era moza decente, pero con ciento había yacido
ya. Y como su padre temía que descubriera lo casquivana que es su hija, llamó a
estas dos trapaceras para que remendaran el virgo de Marica, que estaba más
perdido que el de la abuela de Don Pelayo.
—¿Es eso
posible? —preguntó Flequillo Flojo extrañado.
4 comentarios:
Veo mucho policromía en el uso de insultos y calificativos varios. Me gusta esa mezcla entre Cervantes y Quevedo recordando aquel poema inmortal del célebre poeta cuando comienza tu texto.
Caya, vaya. La industria esa de recomponer hímenes devastados parece que tiene sus orígenes en el origen mismo de los tiempos. Y suscribo el comentario de herr doktor: esta simbiosis tan del Siglo de Oro te ha quedado muy vistosa. El español tiene unos recursos formidables cuando uno echa mano al baúl de los recuerdos...
Soy más de Góngora pero la vena satírica de Quevedo es insuperable
Gracias al cielo ya no es necesario recurrir a semejantes apañaos, que hoy no se zurcen ni los sietes
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