Pero no bien hube puesto los pies en el último descansillo,
allí me di de bruces con la otra Montse, la madre de Fran, con un abrigo negro
largo, una camiseta de escote pronunciado, y un collar de perlas, que aunque
falsas deslumbraban lo suyo.
-Tú eres uno de los amigos de mi hijo, ¿verdad?- preguntó
secamente.
-Sí, sí señora, hemos estado haciendo los deberes juntos-
dije a modo de escusa, pues ya veía que algo malo estaba por llegar, que su
ceño acusador y la mandíbula apretada se cernían sobre mí.
-No me hace falta que me digas lo que hacéis, que de sobra lo sé. Cerdo, que eres un cerdo- me
soltó a la cara mientras que un sopapo estallaba en mi mejilla, dejándome
paralizado- seguro que tú eres el que me roba las bragas. ¡Venga, confiesa,
guarro!
-Yo no he sido, señora, se lo juro, yo no…-intenté
defenderme
-Y quien ha sido sino vosotros. En casa no entra nadie más,
y el medio bobo de mi hijo no se entera de nada. ¡Venga, dime quien ha sido!- y
me agarró de la pechera y empezó a zarandearme.
-No sé, yo no sé nada-balbucí. Dentro de mí, el instinto de
supervivencia me decía que confesara para salvar el pellejo. Pero chivarse era
el mayor pecado que podía cometerse entre amigos. A pesar de lo julay que era
el Marcos y lo merecido que tendría que esta loca le diera una buena tunda. Si
la gente se enteraba que me había ido de la lengua, sería un muerto en vida, un
leproso al que nunca más se acercaría nadie. Así que tragué saliva y seguí
negando.
-Si no me lo dices es porque tú eres el ladrón. Pero te voy
a quitar las ganas de volver a robar sujetadores, mocoso de mierda. ¿Te gustan
los sujetadores, guarro? pues yo te voy a dar sujetador y medio. Te vas a
acordar de ésta, por la madre que te parió- y mientras hablaba tiró un poco de
su camiseta hacia abajo, quedando a la vista un sujetador negro, contenedor de
unas domingas que yo no había pensado que existieran, tan grandes eran. Estaba
aterrado, paralizado por la ira de esa mujer, fatal de verdad. Se echó sobre
mí, me agarró la cabeza con las dos manos y me la metió entre sus tetas,
incrustando mi mentón en su canalillo. Flanqueada mi pobre cabecita por esas
dos moles que tenía por tetas, cerró los brazos sobre mí y apretó las tetas
hacia dentro, dejándome comprimido y asfixiado entre ellas. Otro de más
presencia de ánimo hubiera pataleado, arañado, lanzado manotazos. Yo quedé
anonadado. Tantas noches soñando con las tetitas saltarinas de mi Montse,
tantas pajas con las tetonas de Lib, tantas cuentas sobre quien las tenía más
grandes en clase, tanto hablar de tetas para que la primera vez que cato unas
sea para que me hagan una llave de judo con ellas. A pesar de ello, pensaba en
la cara de envidia de Marcos y de la peña de los billares cuando se lo contara,
que las de esta loca eran las más cotizadas del pueblo. Pero pronto me olvidé
de estas cosas, al ver que la ofendida Montse no soltaba su presa, si no que
apretaba más si cabe mi cabeza entre sus tetonas, y ya empezaba a faltarme el
aire. Gemí, intenté soltarme, pero la bruja me tenía bien agarrado.
-Toma tetas, toma sujetadores, toma guarro, a ver si
aprendes- decía en voz baja pero llena de ira, y apretaba y apretaba, y yo
creía que eran horas lo que llevaba en aquella oscura prisión de la carne, sin aire y sin saber si
acabaría mi condena. Emparedado entre sus ubres encontrarían mi cadáver. Montse
no querría saber de mí nunca más. Además de mis padres, ¿alguien más lloraría
en mi entierro? ¿Quien se quedaría con mis novelas de Salgari y Wels, a quien
darían mis botas de monte, casi sin estrenar? ¿A quién pondrían en mi lugar en
el equipo de fútbol? Porque estaba ya a un paso de la muerte, por un crimen que
no había cometido. Así mueren los buenos en las pelis de vaqueros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario