Bien pasados los treinta y con un historial amoroso que más parecía un parte de guerra, una deja de pensar en que exista esa cosa llamada amor. No es más que una triquiñuela para vendernos canciones y películas. Ya ni lo intento con el príncipe azul de los cuentos de mi infancia, pero es que hasta para encontrar un tipo medio normal hay que andar mucho. Y no es que yo sea muy exigente, que sólo quiero alguien adulto y responsable con el que montar un nidito de amor y luego una familia. Pero es que los tíos no valen ni para tenerlos como rollito informal, que con suerte me duran una noche. Ya estoy hasta el moño de los que el domingo por la tarde se visten con los colores de guerra de su club y solo se les pone dura cuando ganan. De los que te aburren con las vueltas de tuerca de cualquier serie friki. De los que están más preocupados de las bujías de Fernando Alonso que de ti, o de los que resulta imposible separar de la barra del bar a no ser para ir a otra, dejando aparte a brutos que sólo te miran cuando están en celo.
Ya he conseguido olvidar al desgraciado con el que estuve casada tres años y que como se follaba a todas las del curro, llegaba a casa con la picha floja. Menos me costó un ejecutivo de un importante banco que me tenía como a una dama medieval: sola en casa mientras el señor estaba en las cruzadas, en su caso viaje de negocios semana sí, semana también. Un día le pillé el extracto de la VISA y descubrí que solía celebrar reuniones de trabajo en burdeles de postín. Como no estaba de acuerdo con la estrategia de expansión de su empresa le mandé a la mierda. Y podría seguir con la lista, pero para qué cansarse. A estas alturas de la vida ya me había apuntado al desengaño para poder mantener un poco la cordura, practicando el cinismo como sistema de autodefensa y adoptado la táctica de muchos tíos: usar y tirar, y a veces tirar antes de usar. Cuando aparecía alguno medio decente o que decía menos bobadas de lo habitual le daba un buen colchonazo. Pero una vez satisfecha su libido es cuando asoma el verdadero macho que todos llevan dentro. Descubres que guardan mondadientes en la cartera, letras chinas tatuadas en la rabadilla, que ha aflojado la tripa y que con la cera que tiene en los oídos puedes abrillantar todos los muebles de casa. Ese olor a hombre resulta ser sobaco reseco, de la conversación interesante quedan monosílabos que gruñe con desgana, y como te despistes, acaba roncando a pierna suelta en tu sofá.
Como les digo, después de conocer el género humano en su vertiente masculina, me di una cura de realismo y ahora sólo interrelacionaba con ellos para satisfacer mis más bajos instintos y después mandarlos a casa de su madre a que les quitara los mocos. Pensaba que eso del amor era una entelequia con la que la gente se vuelve loca, si no desgraciada. Había desterrado tales tonterías de mi vida y no me iba nada mal. Pero como pasa tantas veces, cuando mejor van las cosas es cuando empiezan a torcerse.