En fin, dispuesta a quemar etapas, tomé las riendas del asunto, no nos fuera a llegar el fin del mundo y yo sin conocerle bíblicamente. Una tarde en mi casa le quité los pantalones y la camisa y yo me deshice de todo lo que llevaba encima, cosa que no pareció desagradarle. Puso cara de niño travieso cuando me vio las tetas y luego se perdió entre ellas ni sé el tiempo. Esto va, pensaba yo. Se quitó los calzoncillos y por fin pude verlo como su madre lo parió. Su pecho acogedor, tripa suave, las piernas largas y velludas, culito de bocadito y su pene encantado de verme por fin sin velos interpuestos.
Lenta, concienzudamente, puso manos a la obra y trazó con pulso firme un mapa de mi cuerpo, besando cada pliegue, repasando cada poro, deteniéndose en mis montañas y en mi húmeda fuente, midiendo mi piel centímetro a centímetro. Nunca nadie me había recorrido con tanta dulzura y parsimonia. Estaba rendida, en sus manos, presta a ser suya. El seguía estudiándome como un alumno aplicado, conocedor del cuerpo de una mujer y receptivo a mis respuestas. En esta lluvia de caricias estuvimos hasta que de repente dijo que era tarde y que se tenía que ir. Otra vez me dejó con la miel en los labios. Pensaba que acabaríamos haciendo el acto y todo quedó en un entreacto. Otra vez tuve que dormir sola por culpa de uno de esos mandamientos que algún profeta con el cerebro frito por el sol había mandado guardar so pena de arder en el infierno. Mientras, yo ardía sola en mi cama.
Que una mujer hecha y derecha como yo se dedicara a estas alturas de la película a las caricias y arrumacos ad nauseam era algo hasta chusco, pero había que respetar las convicciones de mi amorcito y no forzar la máquina. Además, a saber qué cargos de conciencia le estarían corroyendo por dentro, enfrentado a su deseo de vivir cristianamente y a las ganas de vivir en pecado junto a mí. Aun así, seguí empujando en nuestros juegos a ver si avanzábamos. Ni abrió la boca para rechistar cuando le propuse el sexo oral, comprobando que también en esta disciplina no era un recién llegado, lo cual me complació mucho. Ya metidos en harina acabamos masturbándonos mutuamente, con lo que parte de la tensión sexual que flotaba en el aire se diluyó un poco. La cara de felicidad que puso Sebas después de que yo le diera a su zambomba me decía que su lívido andaba muy revuelta también, por mucho que sus creencias le dijeran que no.
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